Pájaro callejero by Janwillem van de Wetering

Pájaro callejero by Janwillem van de Wetering

autor:Janwillem van de Wetering
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Policial
publicado: 1983-01-01T00:00:00+00:00


XVI

—Correcto —dijo Grijpstra—. Eso es lo que me gusta ver. Una columna no restaurada apoyada contra otra. ¿Es esta ruina el objetivo de nuestra investigación?

—Esto es el hotel Hadde —contestó De Gier—. Desmoronado y sucio. Un agujero maloliente del submundo donde la maldad vacía sus entrañas. Pero ¿qué es la maldad?

Grijpstra se acarició un botón.

—¿Tú también haces eso? —preguntó De Gier.

—A veces. Cuando me siento molesto por mi propia ignorancia, como a ti te pasa tan a menudo. ¿Cómo puedo sentirme fascinado por la maldad, yo que soy un hombre bueno?

—¿Tú un hombre bueno?

—¿Acaso crees que soy malo? —interrogó Grijpstra, y dejó que la pesada cabeza le cayera un poco hacia adelante.

—¿Malo? No.

—¿Crees entonces que soy un tipo sin color, ni lo uno ni lo otro?

—Eres activo en el lado de los buenos —dijo De Gier—, lo cual puede haber influido sobre tu carácter en general.

—¿Y mi vida privada? ¿Qué me dices de la forma en que trato a los demás? ¿A mis superiores, a mis iguales, a mis subordinados? ¿A mi esposa y a mis hijos? ¿Y a los sospechosos?

—Bueno, ahora mismo estamos de servicio, ¿no te parece?

—No eludas una pregunta hecha con buenas intenciones.

—Veamos —comenzó De Gier—. No creo que seas malo. No, yo diría que no eres malo.

—En ese caso, debo ser bueno —replicó Grijpstra—. Pero podría ser mejor, que no es precisamente lo que está ocurriendo ahora. Aún me sigue gustando esa pequeña historia que me contaste hace un momento sobre los tanques rugiendo por el sur de la ciudad. Grandes y verdosas máquinas de muerte pulverizando el asfalto. Esa imagen, sin embargo, es mala. Los tanques son el símbolo de un poder perverso, un diluvio de violencia que me parece fascinante.

—¿Y el pequinés aplastado?

—Otra imagen encantadora. Es horrorosa, desde luego, pero me atrevería a decir que casi sutilmente hermosa.

—Sí —asintió De Gier—. Un pequinés pulverizado. ¡Puaf!

—Yo no debería admitir mi gusto pervertido. ¿Dónde está Cardozo?

—¿No estaba contigo?

—Se supone que debía encontrarse con nosotros aquí —dijo Grijpstra mirando el reloj—. Creo que se ha vuelto a enfadar conmigo. No dejaba de darme el tostón, así que lo envié a la cocina a fregar los platos.

—Hay algo que lo atormenta —comentó De Gier.

—Sí, y yo no quería saber de qué se trataba. Ese muchacho habla demasiado. También arma demasiado ruido en la cocina, así que le grité y salió corriendo de la casa.

Grijpstra subió los destartalados escalones, llenos de moho, que daban acceso al viejo edificio.

—Es una lástima que no vayas de uniforme, sargento. Pareces más astuto cuando vas vestido oficialmente. Lo mencionaré al Departamento de Propaganda. Quizá decidan fotografiarte y publicar tu imagen en un póster.

De Gier empujó la desvencijada puerta de acceso al establecimiento.

—¿Beligerante pero amable? Entonces, ¿cómo es que siempre que llevo el uniforme me siento como un estúpido?

Grijpstra miró a su alrededor, con una expresión de recelo, observando la sala llena de humo, antes de abrirse paso por entre los clientes apiñados.

—¿Señores? —preguntó un jorobado malhumorado.

Grijpstra observó los ojos cansados sobre el bigote sucio.



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